sábado, 5 de mayo de 2007

lecturas de fin de semana [ 11 ] / ‘la tecnología se alió al alfabeto ¿significa esto un fortalecimiento del libro?', de juan villoro

Las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo publican esta semana un texto en el que Juan Villoro reflexiona acerca del valor simbólico del libro y de sus posibilidades de supervivencia en la época del multimedia.




La tecnología se alió al alfabeto ¿significa esto un fortalecimiento del libro?

Por Juan Villoro


Cuando la computadora llegó a los hogares, Umberto Eco comparó el sistema Apple con la Iglesia Católica y el sistema IBM con la protestante: un retablo de íconos contra la austeridad de la palabra. Hoy en día los procesadores han unificado sus métodos. La rica iconografía de Apple forma parte de todos los sistemas operativos, pero la computación representa un triunfo de la letra. Internet se alimenta de palabras (aunque no siempre de ortografía).

La profecía de McLuhan acerca de un futuro dominado por la imagen no llegó a cumplirse. Si resucitara en un cibercafé, pensaría en una Edad Media dominada por frailes que descifran manuscritos en la pantalla.


La tecnología se alió al alfabeto. ¿Significa esto un fortalecimiento del libro? En un sentido casi mitológico, seguimos inmersos en el mundo creado por los libros. Las principales religiones no se han apartado de esta creencia y los valores que compartimos provienen de obras que no necesariamente hemos leído. Además, la lectura ha probado ser la técnica más útil para transmitir abstracciones (la frase "una imagen dice más que mil palabras" sólo puede ser dicha con palabras) y el único medio visual donde las imágenes se convocan por vía indirecta. Cuando nos cautiva un texto no vemos las letras ni el papel sino escenas en nuestra mente. Cada lector individualiza a la Ana Karenina que le corresponde. En ocasiones, un libro nos gusta más o menos con el tiempo, sin necesidad de releerlo; gravita dentro de nosotros porque es una construcción de nuestra memoria.


Esto explica la histórica resistencia de los libros, pero ya no ocupan el peso central que tenían en la cultura ni distribuyen las reputaciones de la especie. Vivimos rodeados de sus símbolos, pero los nombres de Excálibur, Troya o Ramsés no siempre aluden a páginas escritas sino a un videojuego, un preservativo o una discoteca. Que haya un Día del Libro revela que el objeto de celebración no las tiene todas consigo. A nadie se le ocurriría celebrar un Día del Automóvil.


De 1981 a 1984 viví en Berlín oriental. En aquel mundo de enclaustramiento y elevada educación, los libros eran el único sitio para viajar. Si reeditaban El Quijote o publicaban por primera vez a Calvino, la cola daba vuelta a la manzana. Cuando se encuentra amenazada, la palabra refrenda su fuerza liberadora. La censura provoca que toda forma creativa de escritura entregue un mensaje subversivo. Esto ha llevado a extrañas situaciones: como hasta los entusiastas se desesperan, algunos aseguran que la mejor forma de promover los libros es prohibirlos. Aunque se trate de una broma, la mente autoritaria no puede ser encomiada.


Como nada es perfecto, la libertad facilita que el alma se dé unas vacaciones y descubra que puede ser feliz comprando cosas. El consumo trivializa los productos y define a las personas por sus logros comerciales. Esto afecta a los libros de manera curiosa. En todas las épocas se han escrito obras para la gente que sólo lee por azar, descuido, morbo o moda. Lo extraño es que ahora la mayoría de los libros estén destinados a captar a las personas que normalmente no leen. Es como si los vinicultores embotellaran para la gente que casi nunca bebe. Esto explica que una campeona del tenis publique una novela escrita por un fantasma mientras ella defendía su red, y que sea el mayor éxito en una feria ajena a las diosas en minifalda. Aunque se trate de un triunfo pasajero (sustituido por la epopeya pastoral de un narcotraficante), define una época donde los libros sólo se venden mucho por excepción.


Esto ha traído un efecto secundario en el gremio de los escritores. Las novelas ya no comienzan con una voluntad de estilo diferente ("Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro") ni aspiran a ser entretenidas formas de la complejidad; adelgazan sus efectos en espera de un lector standard. Rayuela, Yo, el supremo, La vida breve, Conversación en la catedral y El otoño del patriarca fracasarían hoy como novedades en las librerías. Con esto no quiero decir que antes viviéramos en la Ilustración. Cuando nací, los padres eran personas que te enseñaban a golpear a los enemigos, te llevaban a un prostíbulo y, en los casos de alta escuela, te regalaban una pistola. La gran literatura puede coexistir con un mundo precario.


¿Debemos ser optimistas o sucumbir a la nostalgia? Como el ornitorrinco, el libro no tiene agudos problemas de supervivencia pero tampoco está muy difundido. Cuando se vuelve popular, generalmente se trata de una fabricación poco arriesgada (un ornitorrinco de peluche).


Y sin embargo de pronto se produce el sobresalto: abrir un libro que permite estar en otra parte. Es lo que representa la capital del libro, Bogotá, donde un grafiti consagró la superioridad de la imaginación ("2.600 metros de paranoia") y donde José Asunción Silva le pidió a un médico que le trazara un círculo en el corazón para no fallar el tiro al momento de suicidarse. Que un profesional de la emoción desconociera el sitio exacto de donde salían sus versos es un acabado gesto poético.


La prueba extrema del nivel literario de una sociedad es lo que dicen sus mendigos. En Bogotá, los que no tienen nada son poetas. Los he visto recorrer La Candelaria como espectros imaginados por Germán Espinosa. Algunos amenazan con un apocalipsis vanguardista, otros riman con esmero, todos creen en el valor pedigüeño de la palabra.


El temple narrativo de una ciudad también se mide en lo que dicen sus taxistas y peluqueros. Aunque en Buenos Aires hay más pilotos con doctorado, los de Bogotá dejan hablar al pasajero. En cuanto a los hombres de tijera, baste saber que en Bogotá una peluquería se llama con justicia El gran Gatsby. Capital del idioma vivo, Bogotá ahora lo es del libro. Un sitio cerca de las nubes para superar los desastres de la realidad.


Para Ricardo Piglia, el libro es "la forma privada de la utopía". Eso es lo que la lectura pone en juego: el frente de liberación de una persona.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un buen texto, lo lei hace dias en Literaturame.net, y lo guardé. Lo mostré a mis alumnos de comunicación aqui en Buenos Aires y lo están analizando.

martín gómez dijo...

Villoro es un crack. Sus apreciaciones siempre son muy agudas. Creo que les has dado un excelente material a tus alumnos.