Hace unos meses dije en una entrada que el cómic era uno de los temas que me gustaría explorar. Tras recibir la orientación de mi amigo Diego Patiño —quien desde hace varios años viene haciendo un trabajo interesantísimo como ilustrador— y de una bloguera de Barcelona para introducirme al mundo del cómic me animé a empezar a documentarme y hace dos semanas pasadas decidí leer Maus, de Art Spiegelman —que en 1992 se convirtió en el único cómic que ha recibido el Pulitzer Prize—.
Más adelante haré algunos comentarios sobre este cómic que me atrapó desde la primera página y que me devoré en un par de noches. Por ahora reproduzco el prólogo de Spiegelman a la versión en cómic de la novela Ciudad de cristal —la primera de La Trilogía de Nueva York—, de Paul Auster, hecha por Paul Karasik y David Mazzucchelli.
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Todo empezó con un número equivocado...
¡Una “Novela Gráfica”! ¡Bah!
¿Cómo llamaría Peter Stillman, el chiflado buscador del Lenguaje Originario en Ciudad de cristal, a la adaptación visual de la novela que imagina en ella? ¿Un Crumblechaw? ¿Un Nincompictopoop? ¿Un Ikonologosplatt? Porque el término cómic no puede ser ya el “nombre auténtico” de un medio narrativo que entrelaza íntimamente palabras e imágenes pero que no es necesariamente cómico en su tono.
A mediados de la década de 1980, algunos bienintencionados periodistas y libreros trataron de diferenciar un puñado de libros en formato de cómic de otras obras menos ambiciosas, dando a los primeros el nombre de “novelas gráficas”. Pero aun cuando mi propio libro Maus fue responsable parcialmente de que las librerías se convirtieran en un lugar seguro para los cómics, la nueva denominación se me atragantó como una mera apuesta cosmética por la respetabilidad. Dado que las obras “gráficas” eran merecedoras de respeto y las “novelas” eran respetables también (aunque no lo hubieran sido siempre), con toda seguridad las “novelas gráficas” ¡tenían que ser respetables por partida doble!
Todo empezó con una idea destinada...
Se requirió otra década antes de que un buen número de cómics largos y ambiciosos alcanzaran el concepto de masa crítica, o, en otras palabras, hasta que suficientes obras merecedoras de atención crítica formaran en las librerías una sección en cierto modo inevitable, pero, cansado de ver mis ejemplares de Maus rodeados de libros de fantasía y manuales de juegos de rol, traté de acelerar el proceso. Y así, a principios de la década de 1990 me quejé a uno de mis editores de que, puesto que mi obra parecía destinada por la fatalidad a permanecer en el ghetto de la sección de novela gráfica, tal vez podría mejorarse su vecindario encargando a algunos novelistas serios que proporcionaran guiones para destacados artistas gráficos. Fue así como conseguí permiso para tentar a varios conocidos novelistas, entre los que se hallaban William Kennedy, John Updike y Paul Auster.
Todo empezó con algunos amigos...
Yo tenía la suerte de haberme hecho amigo de Paul Auster a finales de los años ‘80, y mis repetidas zalemas consiguieron hacerlo jugar con la posibilidad de colaborar con un dibujante. Tuvo él un vislumbre de idea: la visión de un muchacho flotando en el agua. Lo siguiente que supe de ello fue que aquel vislumbre se había convertido en su siguiente novela, Mr. Vértigo, y que él me invitaba amablemente a realizar una ilustración para la cubierta. Todos los novelistas con los que me puse en contacto se mostraban intrigados por mi propuesta, y después salían corriendo. (Updike, que en los comienzos de su carrera quiso ser dibujante de cómics, me contó que le había costado cincuenta años llegar por fin a reconciliarse con la idea de poner palabras en sus dibujos.) Pero hasta él se mostró un tanto dubitativo con mi idea, íntimamente convencido de que la expresión “más pura” de la forma del cómic exigía que el texto y los dibujos fueran realizados por la misma persona.
Fue así como languideció el proyecto, pero sólo para ser reemplazado por una idea que yo creía que era incluso mucho peor. En algún momento, Paul había sugerido que yo adaptara simplemente alguna de sus obras ya publicadas. Desdeñé la idea hasta que otro amigo, Bob Callahan, me engatusó a su vez para coeditar con él una serie de libros: adaptaciones en cómics de literatura urbana de género negro. Yo no podía imaginar quién demonios podía estar interesado en adaptar un libro en... ¡otro libro! Para poner más difíciles las cosas, el objetivo en ese caso no era crear una especie de versiones simplificadas de “Clásicos ilustrados”, sino ‘traducciones’ visuales que merecieran de hecho la atención del adulto. Ciudad de cristal era exactamente el tipo de novela que buscaba Callahan para definir la que, provisionalmente, llamaba “Neon Lit”, pero la relectura del delgado volumen de Auster descubrió que la elección parecía de inmediato asombrosamente acertada y, en consecuencia, una espléndida baza. Por sus traviesas alusiones a la novela de ficción barata, Ciudad de cristal es una obra que, en esencia, resulta sorprendentemente no visual: una compleja maraña de palabras e ideas abstractas expuestas con estilos narrativos que su autor se divierte en cambiar. (Paul me previno de que varios intentos de convertir el libro en un guión de cine habían fracasado miserablemente.)
Yo enredé a David Mazzucchelli, cuyos dibujos en el Batman: Year One de Frank Miller habían hecho gala de una gracia, una economía y una comprensión de la forma que hacían casi interesante el género del superhéroe. Los asombrosos cómics y grafismos que siguió luego publicando por su cuenta tras abandonar su línea principal en el mismísimo cenit de su popularidad, lo convertían en principio en el hombre ideal para llevar adelante el reto. Pero, tras algunos intentos, David comenzó a mostrarse desanimado: era más que capaz de contar el “relato” de la novela de Paul, pero no conseguía localizar los ritmos internos y los misterios reales que hacían que valiera la pena narrarlo. Tal vez era imposible.
Aferrándome a nuestras últimas posibilidades, visité a Paul Karasik, que había sido estudiante mío en la New York’s School of Visual Arts allá por 1981 y 1982 (precisamente, como se vio luego, en los años en que Auster estaba escribiendo Ciudad de cristal). Como profesor, yo había imaginado tareas decididamente imposibles, como la de pedir a los estudiantes que transformaran en cómics un pasaje más bien escasamente narrativo de El ruido y la furia de Faulkner. Y Karasik había demostrado reiteradamente tener talento para dar con soluciones plausibles e inteligentes.Tras explicarle nuestro apuro, recuerdo que él se jactó de ser la persona ideal para la tarea, pero hasta mucho más tarde no tuve conocimiento de su historia, que se diría sacada de Auster. Parece ser que, en 1987 (el año, resultó, en que Paul Auster y yo nos conocimos), Paul Karasik enseñaba arte en el Parker Collegiate de Brooklyn Heights. Al enterarse por entonces de que uno de sus alumnos más espabilados de once años, Daniel, era hijo del novelista Paul Auster, Karasik leyó algunos de sus libros y, por diversión, ¡desglosó en uno de sus cuadernos de bocetos unas pocas páginas de Ciudad de cristal!
Los nuevos bocetos que hizo seis o siete años después de aquel primer experimento estaban realmente inspirados. Cuando vi las páginas que recogían el memorable discurso de Peter Stillman a Quinn, me quedé boquiabierto. Era un asombroso equivalente visual de la descripción que hace Paul Auster de la voz y los movimientos de Stillman: “De un modo maquinal, espasmódico, alternando gestos lentos y rápidos, rígido y a la vez represivo, como si la operación escapara a su control, como si no correspondiera totalmente a la voluntad que había detrás”. Con su insistencia en una estricta y regular cuadrícula de paneles, Karasik localizaba el lenguaje primordial del cómic: la cuadrícula como ventana, como puerta de una prisión, como bloque urbano, como tablero; la cuadrícula como un metrónomo que mide los cambios y los arranques de la narración.
Había un problema con los bocetos: el pequeño formato final de la página de los Neon Lit no podía acomodarse a todas aquellas incesantes filas de pequeñas viñetas, sin parecer apretujada torpemente. Las escrupulosas compresiones (Paul Karasik había configurado la adaptación para que cada grupo de viñetas tuviera proporcionalmente el mismo espacio que el que correspondía al de los párrafos del texto original de Paul Auster) necesitaron ser repensadas para que las páginas pudieran “respirar” algo más. Hubo que ampliar también ocasionalmente algunas imágenes para guiar los ojos del lector en la congestionada cuadrícula. Y esto permitió fortuitamente que David se reintegrara también al equipo para la realización de nuevas condensaciones y configuraciones, por lo que pudo comprometer en la tarea sus formidables cualidades.
En cuanto a Auster, estoy convencido de que ha hecho gala de gran generosidad...
Paul Auster, consciente de las apreturas y urgencias que requieren las traducciones y adaptaciones, pasó un largo y provechoso día con Mazzucchelli, Karasik y yo estudiando el boceto y ofreciéndonos sus sugerencias. Generoso como siempre, se mostró complacido y deseoso de colaborar, pero creo que no se dio cuenta cabal de lo abrumadoras que habían sido las probabilidades de fracasar, ni de que el éxito que había obtenido su novela había dado lugar a otra obra importante. Hurgando en el corazón de la estructura del cómic, Karasik y Mazzucchelli crearon un extraño doble, un Doppleganger del libro original. Es como si Quinn, confrontado en la Grand Central Station con los dos casi idénticos Peter Stillman, eligiera seguir al trazado con tinta y pincel en lugar de al descripto en tipografía. El volumen que resultó, publicado por primera vez en 1994, superó todas mis ideas puristas acerca de la colaboración. Ofrece una de las demostraciones más ricas que se hayan dado hasta la fecha del moderno Ikonologosplatt en su forma más sutil y adaptable.