miércoles, 20 de junio de 2007

¡al demonio con el autor!

Sólo esto nos faltaba: resulta que a Frédéric Beigbeder —quien además de ser el autor de algunas novelas bastante malitas como 13,99 euros y Windows on the World es la única figura capaz de disputarle a Michel Houellebecq el puesto de l’enfant terrible del panorama literario francés contemporáneo— ahora se le ocurrió hacer un documental sobre J. D. Salinger. Beigbeder cuenta en su columna de la edición de junio de la revista Lire que ha viajado hasta New Hampshire con el propósito de rodar un documental sobre un escritor que tras publicar unas cuantas novelas y algo más de una docena de cuentos, decidió retirarse de la vida pública en 1965.


Independientemente de las razones que hayan llevado a Salinger no sólo a no volver a publicar nada sino también a desaparecer por completo de la esfera pública o de las consecuencias que esta decisión haya tenido el crecimiento del mito y del culto en torno a su figura, lo único que me produce la idea de Beigbeder es un repeluz insoportable. Sobre todo cuando, tras revelar la dirección de la casa de Salinger, dice que mediante “Google Earth se puede divisar su granja oculta entre los árboles. La tecnología de vigilancia por satélite actual es tan eficaz, que ni siquiera Salinger puede escapar de ella”.


Beigbeder es una figura eminentemente mediática que se destaca más por su capacidad de armar escándalos con sus provocaciones que por la calidad literaria de su obra. Claramente durante su paso por la industria publicitaria y por la televisión Beigbeder aprendió a identificar temas vendedores y estrategias de comunicación efectistas. Eso explica por qué Beigbeder es un divo y por qué sólo le gusta comentar aquellos hechos de la escena literaria que puede elevar al status de espectáculo un juego que les viene a cuento a él, a Lire, a su editor, a los demás comentaristas de libros y al público ávido de escándalo.


Como lo dije en mi entrada de hace dos días, me tiene sin cuidado qué ha pasado en la vida del tipo que escribió lo que estoy leyendo. Si lo que escribe me gusta, ¿qué me importa a mí si se trata de un chico simpático, de una feminista recalcitrante o de un periodista que decidió tomarse un año sabático para darse la oportunidad de intentar escribir la novela de su vida? En un principio sólo me interesa saber el nombre del autor por esa manía mía de ponerles etiquetas a las cosas para catalogarlas. En caso de que el libro me guste, saber el nombre del autor eventualmente podría servirme para encontrar otros libros que estén en sintonía con mi gusto. Confieso que hay escritores hacia los que siento una especial afinidad pero que si unos me simpatizan más que otros, es porque su obra me ha tocado de una manera más especial. Al fin y al cabo lo que realmente me interesa es el mundo que los autores crean en sus libros y no lo que hagan con sus vidas —si no fuera así, tendría que hacer extensivo a dos o tres de mis libros favoritos el fastidio que me produce la figura de García Márquez—.


Cada cierto tiempo Anita cuenta la historia de su prima Luisa, que en el Festival de cine de La Habana se sentó a hablar un rato con un señor de lo más normal. Al cabo de un rato el señor se despidió y cuando se fue los amigos de Luisa se le abalanzaron encima para preguntarle qué le había dicho Almodóvar. Cuenta Anita que lo único que atinó a decir Luisa fue: “¿Cómo así, ese tipo era Almodóvar?”. Pues sí, sin saberlo Luisa había estado hablando de quién sabe qué con el director de Tacones lejanos y Todo sobre mi madre.


La primera vez que Anita contó la anécdota de su prima duré varios días rompiéndome la cabeza formulando las frases hechas que le diría a Almodóvar si un día me lo encontrara sentado en el murito de la salida de la universidad. A los pocos días encontré la respuesta más honesta y satisfactoria: si me encontrara a Pedro Almodóvar y tuviera la oportunidad de cruzar unas frases con él, me gustaría que habláramos de lo aburrido que es Bogotá cuando llueve tanto, recomendarle que se pegue una pasada por el Dominó de la 19 con 3ª para comerse unas empanadas deliciosas o intercambiar un par de comentarios sobre las piernas de una de esas niñas de primer semestre que se quedan de pie en un lugar discreto mientras esperan a sus compañeros para ir a almorzar después de salir de clase de diez.


Al fin y al cabo cualquier explicación que un artista pueda dar sobre su obra sobra porque todo comentario que se refiera a ella es externo a la obra misma y no va ni a corregir sus errores ni a empeorarla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bueno, Martín, completamente de acuerdo contigo.
Fui mitómana en mi juventud, pero dejé de serlo cuando leí el Epistolario de Baudelaire con su madre. El poeta aparecía allí como un ser algo mezquino, pequeño, innoble. Y yo me dije "si esto me pasa con autores muertos, ¿qué no sucederá si algún día conozco en persona a los vivos"? Más tarde, durante mi experiencia breve pero intensa por el mundo editorial, tuve oportunidad de conocer a algunos autores, y sólo te diré que me ratifiqué en mi vieja teoría.
Me ha encantado la historia de Almodóvar, y tu reflexión al respecto. Yo le hablaría de mi madre, y de que siempre pienso en ella al ver algunas de sus películas, y seguro que acabaríamos charlando sobre nuestras mamis, como quizá cualquier día hagamos tú y yo, sin "almodovarianismos".
Un abrazo.

martín gómez dijo...

Consu, las mamás me parecen un tema de conversación riquísimo por la cantidad de sentimientos encontrados que nos producen y por la honestidad que hay en éstos.

No hace falta sentarse a hablar de ellas porque se van colando en cada conversación.

Un abrazo para ti también. Hablemos para vernos pronto que en verano los días son más largos.
Martín.