lecturas de fin de semana [ 8 ] / polémica en torno a los best sellers
En su artículo ‘El miedo al mercado’, el escritor Sergio Álvarez asume una polémica posición en la discusión que hace unos meses tuvo lugar en algunos medios colombianos con respecto al éxito en ventas de un par de best sellers escritos por periodistas locales cuyas aptitudes literarias han sido seriamente cuestionadas: la novela Sin tetas no hay paraíso, de Gustavo Bolívar, cuya adaptación en televisión escandalizó y fascinó al país; y el libro humorístico Los caballeros las prefieren brutas, de Isabella Santo Domingo —una más de esas caras bonitas que recurren a esa práctica tan frecuente en Colombia de hacer un par de tallercitos para acceder al título de ‘periodista’ y ‘actriz’, quitándole todo profesionalismo a ambas actividades—.
Al salir en defensa de los autores de best sellers, Álvarez —de cuya novela La lectora se hizo una adaptación en televisión después de que en su momento también fuera un best seller— termina poniendo su dedo en la llaga en la medida en que cuestiona esa rancia idea que está tan arraigada de que la literatura es un monopolio exclusivo de los intelectuales amantes de la alta cultura.
A continuación reproduzco el artículo publicado por Sergio Álvarez en la revista Semana.
El miedo al mercado
Durante todo el año pasado hubo un cruce de críticas entre varios intelectuales y los escritores de best sellers Gustavo Bolívar e Isabella Santo Domingo. ¿Vale la pena ensañarse con autores que hacen parte del mercado?
Por Sergio Álvarez
En Cultura, el patrimonio común de los europeos, un extenso y documentado libro publicado en español por la editorial Crítica, el año pasado, el historiador inglés Donald Sassoon afirma que “la cultura no es la sabiduría tradicional, ni la popular, ni una ciencia antropológica; es el conjunto de conocimientos, expresiones, productos de mercado, negocios, actividades profesionales que reúne a autores, editores, espectadores, artistas del entretenimiento y virtuosos de la vida pública”. Esta definición pone la dinámica del mercado capitalista dentro de los elementos necesarios para explicar lo que solemos entender por cultura y puede ser un buen referente para analizar las opiniones que han ido apareciendo en los medios colombianos sobre la sorpresiva dinámica que se está dando en el mundo editorial del país.
Hasta hace unos años, el libro en Colombia era un artículo de lujo, un objeto al que tenía acceso apenas una elite. Salvo la excepción de García Márquez y de los reportajes periodísticos de Germán Castro Caicedo, se publicaba para difundir un poco el trabajo o, simplemente, por prestigio. Sin embargo, con la masificación de la educación media y superior, con la mejora de los niveles de ingresos y con la entrada de las editoriales a un mercado global que se retroalimenta de la avasalladora capacidad de promoción de medios como el cine, la radio, el Internet, etc., el libro se ha convertido en un producto más dentro del mercado del consumo cultural del país.
Hoy día, habría que hacer una larga lista para nombrar a todos aquellos escritores y periodistas que han escrito libros relativamente exitosos y con volúmenes de ventas altos para el nivel de lectura del país e, incluso, han aparecido también en las librerías best sellers nacionales como Sin tetas no hay paraíso y Los caballeros las prefieren brutas. Estos dos textos han vendido decenas de miles de ejemplares y han salido de las fronteras nacionales para aventurarse en el mercado internacional. Los cambios parecen haber cogido mal parados a muchos intelectuales y escritores colombianos y la reacción ante un fenómeno tan natural e incluso tan tardío en lugar de ser positiva, o como mínimo ecuánime, ha sido una ofensiva brutal contra aquellos que consideran algo así como “escritores de segunda”.
En una polémica columna que tituló “Hampones literarios”, Héctor Abad se quejó de las grandes ventas de Sin tetas no hay paraíso y no sólo lo descalificó literariamente sino que se atrevió a llamarlo “libro lumpen”. Aunque la columna tenía la intención de alertar sobre las numerosas mentiras y omisiones que hay en algunos de los libros que se publican sobre la guerra colombiana, había también en ella frases que dejaban ver muchas de las confusiones que se presentan cuando se habla o se escribe sobre el tema del libro, el mercado y la literatura en Colombia.
Basura editorial
En una de las líneas de la columna, Abad distingue entre autores serios y basura editorial y se queja de que “la basura editorial” se compre “con voracidad”. Estaría muy bien saber qué es “basura editorial” y qué no lo es y, sobre todo, aclarar si un escritor como Abad debe ser el encargado de decidirlo. Porque tanto derecho tiene Abad a decir que hay libros que le parecen basura como tienen los editores de esos mismos libros a ponerlos en el mercado y los lectores a comprarlos y a emocionarse o decepcionarse con ellos. Así como está claro, supongo, que Abad sería feliz transformando la historia de la literatura y optando a un premio Nobel, también es cierto que la mayoría de editores tan sólo intentan mantener a flote sus empresas y que cada libro que venden para ellos no es “basura” sino una mercancía que como tal tiene un “valor”. Juzgar como basura a Coelho es desconocer la realidad del mundo editorial como industria y muestra una ingenuidad que uno no espera en las ideas y la actitud de un escritor “serio”.
El carácter sagrado del libro
En otro aparte de la columna Abad se queja de “esa vieja confianza ingenua en que aquello que se publica bajo forma de libro tiene que ser verdad”. Pero es de esa misma confianza ingenua de la que nace la idea de Abad de que sólo se deben publicar, vender o leer libros “serios”. Al fin de cuentas el libro es tan sólo un medio de difusión y es lógico que se use incluso para mentir, así como para ello se usan la radio, los periódicos y los demás medios de comunicación. Tratar de mantener vivo el carácter sagrado del libro nos retraería a los tiempos medievales en que los libros se hacían a mano y sólo los podían leer los monjes autorizados en los monasterios. Si algo necesita el mundo del libro y la cultura en Colombia es todo lo contrario: desmitificar los libros, popularizarlos, entender que no todo lo que se dice en ellos es cierto y convertirlos en objetos de uso y no en objetos de culto.
Los lectores incultos
En otra línea de la columna, Abad llama incultos a los lectores y los descalifica por no entender de ortografía, redacción o gramática. ¿Es descalificable un lector porque en lugar de juzgar la redacción de un texto se deja llevar por la historia que le están contando y se divierte al leerla? ¿Está bien que un autor “serio” se dedique a descalificar a quienes leen lo que les llama la atención? ¿No sería preferible que los autores “serios” en lugar de vivir amargados por las ventas ajenas se preguntaran por qué a veces los libros que escriben son tan aburridos y alejan a los lectores de las librerías? ¿No es una actitud feudal y retrógrada atribuirse el papel de censor y dedicarse a decir qué se debe leer y qué no e, incluso, atreverse a pasar de disertar sobre un tema a creer que se tiene la verdad sobre el mismo?
Este carácter feudal también hace una terrible aparición en una columna que Óscar Collazos publicó en el periódico El Tiempo para comentar el intento del ministro de Hacienda de retirar exenciones al cobro de los derechos de autor. “El único que hoy debería pagar retención en la fuente por la venta de setenta mil ejemplares de su obra, a razón de veinte mil pesos copia, sería el autor de Sin tetas no hay paraíso, el ‘novelista’ colombiano más exitoso después de García Márquez”. Las comillas de Collazos dejan claro que no considera a Bolívar un escritor e imagino que por eso se atreve a sugerir que sea crucificado por la Dirección Nacional de Impuestos por cometer el crimen de vender libros. Me gustaría saber si, en un país tan complicado como Colombia, Collazos se atrevería a publicar las ganancias millonarias de García Márquez o de Jorge Franco, autores que venden tanto o más que Bolívar, o si tendría el arrojo de sugerir que estos dos autores deberían también ser discriminados por sus ventas y pagar impuestos por haber conseguido cautivar a los lectores.
Los escritores las prefieren brutas
Pero si a Bolívar lo arrinconaron, a Isabella Santo Domingo no la trataron mejor y eso que Los caballeros las prefieren brutas es un texto bien escrito que además tiene un elemento que la mayoría de autores nacionales ni siquiera logra rozar: sentido del humor. En lugar de alegrarse de que el libro genere tantos lectores y ayude con sus ventas a editores, distribuidores y libreros, a Isabella la han descalificado porque además de ser periodista ejerce como actriz y presentadora de televisión. ¿Ser polifacético descalifica a un escritor? Estoy seguro de que no, pero aquí la industria cultural parece estar llena de perros guardianes que no quieren que entren extraños a la “elegante” casa. Como ejemplo de esta actitud transcribo apartes de una amarga columna que escribió Santiago Gamboa en la revista Cambio: “Y mi próximo libro será de una tía que esté muy/buena/presentadora de tv o actriz de pacotilla/me da igual/ lo importante es que esté buena y que narre/con gran poesía/como se la follaron sus compañeros de liceo en un/sillón reclinable, o su primer ‘oral’ en el/retrete de un bar”. Los versos no merecen comentario, pero dejan claro que en Colombia muchos escritores de tanto pastar cerca al Vaticano creen tener la infalibilidad del Papa y gustan de usar las maneras de los Borgia.
Libros, literatura y mercado
Y aunque todo el debate, o más bien las quejas, se presenta como una preocupación de carácter cultural, lo que en realidad hay es una enorme preocupación por las cifras de ventas y por el dinero que estas cifras representan. No conozco con exactitud las cifras de ventas de Collazos ni las de Abad ni las de Gamboa, pero estoy completamente seguro de que si se acercaran al menos un poco a las de Bolívar y Santo Domingo, sus “preocupaciones culturales” cesarían. Y es aquí donde aparece de nuevo otra contradicción que nuestros intelectuales no logran esclarecer. Durante muchos años y en medio de nuestro aislamiento y nuestro atraso cultural, en Colombia ha hecho carrera la idea de que el dinero ensucia el arte. Por eso, García Márquez, que es un genio del marketing, en lugar de decir: “escribo para vender millones de ejemplares” dice: “escribo para que mis amigos me quieran más”. Con el bien pensado eslogan vende más y al tiempo se cuida de aparecer como un escritor al que le preocupa el dinero.
El dinero no es malo ni es sucio ni complica la vida. Al contrario, la facilita, ayuda a que uno pueda hacer las investigaciones previas a los libros con medios suficientes y a que pueda escribir con tranquilidad el texto cuando llega el momento de convertir las ideas en palabras sobre el papel. Y, aunque suene demasiado evidente, es bueno decir que no son lo mismo el libro, la literatura y el mercado. El libro es tan sólo un medio de difusión que igual sirve para difundir a un gran poeta como para hacer el manual de manejo de un teléfono celular, la literatura es un trabajo artístico y el mercado, aunque interactúa con los libros y la literatura, es ajeno a ellos y se guía por leyes ligadas a la vida práctica y a la economía. Cien años de soledad es al mismo tiempo una gran obra literaria y un magnífico producto de consumo, pero es la excepción, no la norma. Mezclar libros, literatura y mercado en un solo mortero y empezar a machacar sin control sólo puede conducir a la confusión y a escribir columnas que se contradicen línea tras línea o que se sobrecargan de amargura.
La cultura se transforma, se democratiza...
Para cerrar es bueno decir que ya es hora de que Colombia se modernice un poco y que con ello tenga tanto las virtudes como los vicios del sistema al cual decidimos someternos. Ya que ninguno de los escritores que tanto se quejan del mercado se atreve siquiera a cuestionarlo bien harían en aceptar las reglas, respetarlas y jugar con grandeza dentro de ellas. En otras palabras, perderle el miedo al mercado. Para terminar, los dejo con una interesante frase del libro se Sassoon: “La cultura se transforma, se democratiza, se internacionaliza, pierde su perfil áulico y se vuelve plebeya. Lo que inicialmente era predio de una elite ahora lo es de una multitud; una multitud que por la gracia de la modernización ha accedido a un conocimiento y a una información que jamás nadie habría podido considerar. Ahora cada uno puede hacer una apropiación personal e íntima de la cultura y transformarla según su gusto y su juicio. La fidelidad a uno mismo se impone a la fidelidad de la tradición”.
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