martes, 29 de julio de 2008

la paciente tarea de perseguir libros [ 1 ]

Todavía me emociono cada vez que descubro una nueva librería o que paso frente a una que me gusta —algo que cuando estaba en la universidad me pasaba incluso al ver sobre una mesita un libro cualquiera—. En esos momentos soy víctima de una ansiedad intensísima. Es como si hubiera un imán que me atrajera hacia la vitrina, que luego me arrastrara hacia adentro y que me mantuviera absorto hasta el cansancio. Se trata de un impulso que sencillamente no puedo controlar.


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La lectura de Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, me motivó a meterme en el mundo de los narradores estadounidenses del siglo XX. Empecé por lo más obvio: Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, William Faulkner y John Dos Passos. Luego encontré por casualidad a John Steinbeck y a Erskine Caldwell.


Aunque entonces ya estaba enganchado a la literatura gringa, creo que las estocadas finales me las dieron mi amigo Freddy presentándome a J. D. Salinger y mi profesora Piedad Bonnett poniéndome a leer a Carson McCullers y a Raymond Carver en un curso llamado “Cuatro narradores norteamericanos”.


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Después de leer El guardián entre el centeno, Reflejos en un ojo dorado y Catedral me dije que tendría que leer y tener en mi biblioteca todo lo que hubieran escrito Salinger, McCullers y Carver —lo reconozco, en esa época yo era un fetichista de los libros—. Como en el año 2000 los libros de ninguno de ellos llegaban a Colombia con regularidad, sólo era posible leerlos sacándolos de la biblioteca Luis Ángel Arango o pidiéndoselos prestados a alguien que los hubiera encontrado antes de que la mayor parte de las buenas librerías de Bogotá se fueran a la quiebra una tras otra. Por otro lado, la posibilidad de comprarlos se reducía a tener la suerte de que en alguna librería quedara algún ejemplar de un pedido hecho un tiempo atrás —lo cual me pasó dos milagrosas veces—, a rebuscarlos en librerías de segunda mano o a encargárselos a alguien que viajara a España.




Desde entonces cada vez que pasaba frente a cualquier librería entraba y me iba directo a la sección de narrativa, donde empezaba buscando a Salinger, McCullers y Carver para luego continuar con Hemingway, Fitzgerald y Steinbeck. La mayoría de las veces no encontraba más que unas ediciones horribles de El viejo y el mar, de La perla y de Desayuno en Tiffany’s —recuerdo haberme topado con una traducción hecha en Argentina en la que el título era Desayuno con diamantes y con otra edición de allí mismo que traducía The Catcher in the Rye como El cazador oculto—. De vez en cuando se veía por ahí un ejemplar de la antología Short Cuts, de Carver, y en el pabellón de saldos que montaba la Panamericana en la Feria del libro a menudo había varias pilas de ejemplares de las ediciones de bolsillo que había publicado Seix Barral de La balada del café triste y de Frankie y la boda, de Carson McCullers —que eran rematados por el precio de dos empanadas—.


Por pura casualidad, en menos de un mes mi búsqueda arrojó resultados inesperados en dos ocasiones: primero encontré en la sucursal de la librería Buchholz del hotel Tequendama —que habían abierto hacía poco tiempo y que en ese momento estaban saldando— un ejemplar de la edición de Edhasa de Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, de Salinger; y luego en la librería Alejandría se me atravesó un ejemplar de La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación, un libro minúsculo de una colección muy bonita de editorial Norma que se llamaba “La pequeña biblioteca” y que reunía algunos de los ensayos más lindos de Carver.



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Alguna vez alguien me contó que Álvaro Castillo, quien desde San Librario se convirtió hace varios años en el mejor dealer de libros para muchos lectores bogotanos de mi generación —dicen que incluso García Márquez y Fidel Castro le hacen encargos—, recorría todos los días distintos sitios de venta de saldos y libros de segunda para terminar al final con una bolsa que de vez en cuando incluía una que otra joya. Yo no sé si la anécdota será cierta o si será más bien una leyenda urbana pero un día encontré por accidente en la Panamericana de la calle 72 con carrera 15 —que supuestamente estaba incluida en el itinerario de Álvaro y en la que a menudo hay unos verdaderos chollos— dos libros que estaba buscando desde hacía un par de años y desde entonces pienso que si no fuera tan perezoso cada vez que pasara frente a una librería entraría a enfrentarme a la probabilidad de hacer algún hallazgo inesperado.



Pero bueno, aquí empieza otra historia que contaré en mi entrada de mañana.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué artículo tan lindo de pasión lectora... Me ha encantado!

martín gómez dijo...

¡Gracias!

A ver qué tal sale la segunda entrega.

Saludos.
Martín.