Juan Villoro siempre me ha parecido una figura súper atractiva debido a la versatilidad con la que se mueve en distintos géneros literarios, a la amplitud de temas que aborda en sus textos, a la riqueza de sus referentes y al estilo ameno de su escritura. El primer contacto que tuve con la escritura de Villoro fue a través de una crónica que hizo sobre un concierto de U2 en México. Antes de leer sus cuentos y novelas también me impresionó profundamente la agudeza que muestra Villoro en un texto sobre su paso por el Colegio Alemán de México, que fue decisivo en el despertar de su vocación de escritor porque para satisfacer la sed de exotismo de los alemanes tuvo que inventar una ‘patria exagerada, donde mis primos desayunaban tequila con pólvora y mis tías se encajaban espinas de agave para castigar sus malos pensamientos’.
Aquí les dejo esta entrevista a Juan Villoro, publicada en el suplemento adncultura, de La Nación.
"Soy un cronista de la ideas"
Por Leonardo Tarifeño
Ganó el premio Herralde por su novela, El testigo. Como periodista, cubrió tres mundiales de fútbol, el alzamiento chapatista en Chiapas y la visita secreta de Salman Rushdie al Distrito Federal. Tradujo a Georg Christoph Lichtenberg, Arthur Schintzler y Truman Capote, entre otros. Del cuento a la novela y del ensayo a la literatura infantil, el escritor mexicano domina todos los géneros y es una de las grandes figuras literarias del continente.
Sábado 15 de marzo de 2008
Alguien "grafiteó" la puerta de la casa del que muy probablemente sea el mayor escritor latinoamericano actual, y la pintura se ve tan fresca que cualquiera que ande por aquí podría figurar en la lista de acusados. El grafitino dice nada pero es bonito, y ya habrá quien advierta influencias de Keith Haring en este trazo. Pero para alguien como este reportero, nada experto en las conquistas del arte moderno y posmoderno, la única asociación imaginable es con la camiseta del Necaxa, el equipo de los electricistas mexicanos y, también, del dueño de esta casa, de quien ahora sospecho, mientras toco el timbre para anunciarme, que tal vez fue él mismo quien pintarrajeó la entrada con este bellísimo e insolente relámpago de aerosol. Después de todo, el hombre que habita del otro lado es un fanático del fútbol que cubrió tres mundiales, un ex delantero de las divisiones inferiores de Pumas (contemporáneo de los golazos que Hugo Sánchez hacía en ese mismo estadio) y, sobre todo, el fundamentalista número uno del club más querido en la calle de su infancia, un dudoso ejército futbolero que descendió dos veces, pasó 57 años sin salir campeón y que, contra viento y marea, para Juan Villoro (1956) es lo más parecido al hogar siempre soñado por el héroe. "Mis padres venían de tradiciones separatistas (ella de Yucatán, él de Cataluña) y no es de extrañar que se divorciaran bastante pronto. A modo de contraste decidí ser de mi calle", cuenta en su entrañable Dios es redondo. Por cierto, la calle evocada no es la misma en la que hoy vive nuestro hombre, esta hermosa Presidente Carranza que adoquín tras adoquín surca el siempre soleado corazón de Coyoacán. ¿Precisamente por eso el escritor metido a hooligan se habrá permitido un acto de reivindicación futbolística y barrial?
"Ah, ¿te gusta ese grafiti? ¿No es padrísimo?", dice Villoro cuando abre la puerta, y las sospechas de "hooliganismo" aumentan. Y así como en un momento crecen, de inmediato desaparecen tras un huracán de simpatía y cordialidad. En dos minutos, o menos, el escritor explica que le encanta cómo ha quedado el frente de su casa, ofrece un tequila, pregunta cómo está Buenos Aires, alaba la taquería de la esquina (se llama Taco n gusto, pero él le dice "Taco n woodstock") y arranca con apreciaciones varias sobre César Aira ("sus libros son una droga"), Juan José Saer (a quien le dedicó el extraordinario ensayo La víctima salvada, compilado en De eso se trata ) y César Luis Menotti, aventurero fracasado en su reciente paso por el banco de los Tecos de Guadalajara, el equipo de la universidad más conservadora de su país. En el prólogo de Bolaño por sí mismo, el libro de entrevistas escogidas con el autor de Los detectives salvajes que el año pasado publicó la chilena Universidad Diego Portales, Villoro recuerda: "Una noche, Roberto me comentó que aún no me encontraba acomodo en su Antología militar de la literatura latinoamericana. ´¿Qué regimiento te gusta?, preguntó con malicia. Le contesté que solo me veía yendo a la guerra como Bob Hope o Marilyn Monroe, en la sección de entretenimiento para las tropas". Es arriesgado suponer que Villoro pudiera ser tan divertido como Bob Hope, o que su presencia causara una euforia comparable a la que solo Marilyn podía desatar; lo seguro, y en esto no hay dudas, es que no le faltaría entusiasmo. Y es que si algo destaca a este escritor, tan parecido a su admirado Cortázar por barba y altura, es el luminoso brío con el que conversa, gesticula, ríe y, last but not least, piensa y escribe. Semejante derroche de inteligencia y energía termina por explicar las múltiples pasiones de este creador de tiempo completo novelista en El testigo (ganador del Premio Herralde en 2004), Materia dispuesta y El disparo de argón, cuentista en La casa pierde y Los culpables (Premio Antonin Artaud en México, del que Villoro donó 40 mil pesos —la mitad de la dotación, unos 4 mil dólares— a la creación de una biblioteca infantil en Oaxaca), ensayista en Efectos personales y De eso se trata, cronista en Palmeras de la brisa rápida (un viaje a Yucatán), Los once de la tribu, Safari accidental y Dios es redondo, guionista cinematográfico (Vivir mata) y radial ( El lado oscuro de la luna ), traductor de Georg Christoph Lichtenberg y Truman Capote, ex agregado cultural de la Embajada de México en Berlín y director, a mediados de los noventa, del suplemento cultural del diario mexicano La Jornada. Todo indica que a Villoro le cuesta quedarse quieto un rato, y en este encuentro queda claro cuando invita al periodista a una función de Muerte parcial, la obra con la que debuta como dramaturgo en un teatro universitario. "Dime si vamos y llamo a unos amigos", apura. En el escritorio donde trabaja hay libros de V. S. Naipaul, el húngaro Peter Nádas y El último lector, de Ricardo Piglia. Mientras espío la biblioteca, él habla por teléfono con gente que le ha pedido entradas y arma una cita en la puerta del teatro. Al colgar cuenta los boletos, y la felicidad de su sonrisa es la de un chico al que su mejor travesura acaba de salirle bien.
—Ha escrito, novelas, cuentos, crónicas, literatura infantil y ahora se inicia como dramaturgo. ¿Qué le ha dado y qué le ha quitado cada género?
—Mira, un amigo cubrió las guerras de Centroamérica durante años. En uno de sus regresos a México le pregunté cómo podía soportar tanto tiempo ahí. "Cuando ya no puedo más, cambio de país para cambiar de miedo", me dijo. La tensión era la misma pero la causa era otra. A nivel más pacífico, pasa lo mismo con los géneros literarios. Cada género implica una condición nerviosa distinta. El cuento te somete a la tensión de tener un final controlado y la novela, a la de perderte en una historia durante años. No puedes escribir un artículo sin saber de qué escribes, del mismo modo en que no puedes escribir una novela sabiendo todo de antemano. En mi opinión, hasta se escriben novelas para investigar lo que se puede decir.
—¿Y qué lo llevó a practicar géneros tan distintos?
—La verdad es que yo tengo un carácter disperso y con curiosidades simultáneas. Supongo que por eso necesito someterme a distintas reglas de juego.
—¿Las "reglas de juego" más restrictivas son las del teatro?
—Bueno, el teatro representa un gran desafío. Escribes en un planeta con una fuerza de gravedad distinta a la del planeta donde la obra se representa. Una frase que produce un efecto veloz en la lectura puede resultar lentísima en el foro. Ese traslado es fascinante. Por otra parte, en una novela los personajes pueden hablar en función de la conversación; en el teatro, el diálogo es una forma de la acción. En fin, son retos distintos y me gustaría pensar que al asumir cada género sirve de algo haber cultivado otros.
—Uno que usted cultivó hasta rejuvenecerlo es el de la crónica futbolística. Muchas de las mejores que ha escrito se compilan en Dios es redondo, "una exploración narrativa de las pasiones que suscita el fútbol". En tanto experto, ¿con qué figura de la cancha se queda de todas las que ha conocido?
—Suena oportunista decirlo para un medio argentino, pero para mí Maradona es la figura más singular del fútbol, no solo por sus logros individuales sino por la capacidad de levantar a todo un equipo. Diego generó la sensación de que cualquier equipo podía lograr algo inaudito con él en la cancha. Es posible pensar en un gran Real Madrid sin Di Stéfano o en un gran Santos sin Pelé, pero el Nápoles de fábula era Maradona. Por otra parte, su vida de héroe trágico y muchas veces operístico, sus caídas y sus redenciones, son incomparables. Lo vi en el Estadio Azteca en el 86, cuando ultimó a Inglaterra con el mejor gol legal y el mejor gol ilegal de la historia, y en el Estadio San Paolo en el 90, cuando los napolitanos guardaron respetuoso silencio y aceptaron ser victimados por su capitán, que había escenificado el histórico melodrama de convencer al graderío de que Argentina estaba más próxima de la Italia pobre, es decir, de Nápoles, que la arrogante Italia del norte. Es lo más cerca que el fútbol ha estado de tener a Espartaco en una cancha. O más aún: al Espartaco de Kubrick.
—Acerca del presunto auge de la crónica, y la también presunta decadencia de la ficción, Juan Forn señaló que "imponerle a alguien una historia inventada resulta cada vez más arbitrario, porque el poder alegórico y metafórico de la ficción ya no es comparable con el que tuvo en el XIX y hasta mediados del XX. Esa potencia de la literatura parece haberse trasladado a la no ficción". ¿Está de acuerdo?
—Pues mira, en la adolescencia yo leía la revista Duda, publicación esotérica sobre misterios mayas, extraterrestres o egipcios cuyo lema era "Lo increíble es la verdad". En una sociedad autoritaria como la mexicana, las causas políticas se parecían a los enigmas que esa revista descifraba en la tumba de Tutankamón. Crecer en un régimen de impunidad, que duró 71 años, creó una fuerte ansiedad por conocer verdades. En mi país, esto explicaría, en parte, la necesidad de la crónica. Pero hay razones más de fondo.
—¿Cuáles?
—La mayor es que la vigencia de la no ficción no deriva de un decaimiento de los mecanismos de la ficción, sino de la necesidad de crear sentido en la sociedad de la información. La marea de las noticias no explora ni agota el sentido de lo que pasó. La oposición más significativa no se da entre la verdad y la mentira, sino entre la información y la narración; por eso, la narración entra a la jugada para crear un problema, para investigar las causas privadas de los hechos, que muchas veces no tienen una solución definida. Se trata de convertir la respuesta del noticiero en una pregunta que le otorgue un sentido más amplio. Hemos llegado a una saturación en que los datos son omnipresentes y nos llegan sin que sepamos cómo. De pronto, nos enteramos de que Pamela Anderson desea nuevos implantes. ¿Por qué sabemos eso? La saturación mediática permite que los datos fácticos construyan un discurso delirante. ¿Cómo curarnos de la inconexa información? Con la narración, que admite la duda y la cordura de lo imaginario. Es ahí donde veo la relevancia contemporánea de la no ficción.
—Sobre los límites del cronista, en Safari accidental usted se pregunta: "¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera para narrar el horror que solo se conoce desde dentro?". En esa duda suya, ¿no se podría ver la imposibilidad del periodismo —y tal vez, de todo arte— para representar y restituir "el intento de darles voz a los demás", que usted mismo menciona como la meta principal del periodismo narrativo?
—Digamos que hay límites claros para toda forma expresiva. El "testigo absoluto", como dice Giorgio Agamben, es el que vive la experiencia hasta el final. En muchos casos queda destruido por lo que sucedió. Acerca de la fotografía de guerra, Robert Capa dijo: "Si no funciona es que no estás suficientemente cerca". Fiel a su condición de testigo extremo, murió en acción en Vietnam. ¿Hasta dónde podemos acercarnos a los hechos? La única forma de resolver el desafío es aclarar la perspectiva desde la que escribes.
—¿Cómo se lograría eso?
—Una manera posible es tener claro que la ética de la crónica depende de transmitir sus condiciones de ejercicio. A lo largo del texto se crea un pacto de credibilidad con el lector, esa es la única autoridad que puede reclamar la narración. Me parece válido narrar desde el desconocimiento o incluso desde la incomprensión, siempre y cuando así lo aclares. Ser un testigo que no entiende también es una forma de la elocuencia. De manera sutil, las grandes crónicas incluyen su making of, y con eso sabes qué tan cerca o qué tan lejos está el testigo.
—¿Cuál sería un ejemplo?
—A su manera, Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, que ofrece un caso límite: el narrador se borra para que hable el protagonista, no hay una voz externa que comente los sucesos, pero el texto no es posible sin el cronista. El náufrago sabía que se había jodido en el mar, pero solo supo que era un personaje cuando leyó la crónica. En este caso el making of son las preguntas que no leemos, pero que están implícitas en lo que responde el personaje.
—¿Cuál ha sido la crónica que más le gustó hacer?
—Por razones de idolatría, la que hice sobre Ángel Fernández, el Víctor Hugo Morales mexicano, un locutor de fútbol que marcó a mi generación y me reveló que la palabra era un placer en sí mismo, ajeno a todo sentido utilitario. Lo visité en su casa y atrás de mí venía un jardinero, que cargaba una guadaña para segar el pasto. "¡Ahí viene Excálibur!", exclamó el cronista ante el jardinero armado. Ángel estaba invadido por la narración, no podía decir nada de modo simple, solo hablaba con parábolas y metáforas. Después de esa crónica nos hicimos amigos y años después me invitó a un homenaje que le hacían. Para contar su vida en un documental había escogido mi crónica.
—¿Y en cuál se ha sentido menos a gusto?
—La más desagradable ocurrió a bordo de un helicóptero. Tenía que narrar la ciudad de México desde las alturas y solo vi azoteas, muerto de miedo. Creo que, más que una crónica, escribí un electrocardiograma.
—Durante un buen tiempo dirigió La Jornada Semanal, el suplemento cultural del diario mexicano La Jornada. ¿Qué enseñanzas le dejó esa experiencia?
—Mi mayor aprendizaje fue que no tengo madera de editor. Prefiero colaborar antes que administrar el talento ajeno. De cualquier forma, trabajar en una redacción me permitió atestiguar psicodramas muy variados. Eso fue antes de que existiera Internet, cuando los autores llevaban sus textos a la redacción y te los daban como quien te confía su destino y hasta su posteridad. Había tertulias y trifulcas épicas. Fue como estar en un bombardero en misión de combate: las turbulencias eran buena señal, pues demostraban que seguías vivo.
—Consultado sobre la escasez de lectores en Hispanoamérica, Carlos Fuentes precisó que "lo llamativo es que al mismo tiempo que se reduce la cantidad de lectores, aumenta el número de escritores. En América latina hay como cien escritores interesantes. En cada país hay diez o doce. No sé si acabaremos por leernos los unos a los otros". ¿Coincide?
—Tiene toda la razón. En el fútbol mexicano, el verdadero espectáculo está en el público. En nuestra literatura es al revés: las proezas ocurren en secreto. El problema es social y educativo, no depende de la calidad de nuestra prosa.
—Todos los cuentos de Los culpables están narrados en primera persona. ¿Se trata de una apuesta como la del colombiano Fernando Vallejo, quien opina que toda literatura de veras creíble debe estar escrita en primera persona?
—Quería hacer una reflexión sobre la voz hablada, pero en modo alguno pienso que solo se pueda escribir en primera persona. Me interesaba contar historias que parecieran creadas por accidente. Buscaba una expresividad no codificada, como cuando oyes una conversación en la que alguien cuenta una historia sin saber que eso es literario, dejándose llevar por un mecanismo que en cierta forma le es ajeno. Obviamente, la naturalidad es un artificio; no trataba de calcar el habla coloquial sino de inventar siete espontaneidades, una por cada relato.
—¿Por qué el título? ¿Con qué culpa cargan estos personajes?
—El principio religioso de la confesión lleva a decir algo para expiar culpas. En la narración ocurre al revés: los personajes se comprometen por lo que dicen. Al creer que hablan de una cosa, los narradores de Los culpables revelan otra. La dinámica del relato los lleva a confesar algo inesperado, que el lector entiende antes que ellos. A veces se delatan y denuncian una culpa real; a veces se sienten culpables solo por ser testigos. Un periodista serbio que estuvo en la guerra de Yugoslavia me dijo: "La principal diferencia entre Milosevic y yo es que él se cree inocente de lo que hizo y yo me siento culpable de lo que no he hecho". Un sociópata sigue adelante sin cargos morales; en cambio, la empatía del testigo lo responsabiliza por lo que ve.
—¿Cómo le gustaría que el lector saliera de Los culpables?
—No aspiro a mejorar al lector al grado de hacerlo adoptar un hijo en Ruanda. Me basta con que perciba un resplandor imaginario al terminar el libro.
—¿Qué lo inspira? ¿Cuándo y por qué siente que debe contar una cierta historia?
—Todo llega como una fotografía: dos o tres personajes reunidos en una situación que me intriga. ¿Qué pasó antes, qué pasará después? Entre la foto y el revelado pueden pasar días o años.
—¿Cuál es el personaje de sus libros que más lo atrae, y por qué?
—El profesor Zíper, personaje de dos novelas mías para niños. Es un desaforado que fue niño en los años sesenta y se comunica muy bien con los niños actuales. Será porque no les dice lo que deben escuchar, sino solo aquello que él quiere contarles. En esencia es un inmaduro con currículum.
—¿Cómo es usted en el momento de la escritura? ¿Qué hábitos o cábalas ha desarrollado para la famosa lucha contra la página/pantalla en blanco?
—La principal cábala es la misma que la de la atracción erótica: hay que estar en el lugar de los hechos para que ocurra, y lejos del escritorio las ideas me sirven de poco. Aparte de tener un horario de trabajo bastante rígido, juego mucho con mis llaves. No puedo escribir si no agito un llavero. Esto desvía las ideas en forma imprevista. Leí que el zen utiliza técnicas parecidas, pero lo mío es menos trascendente: la meditación de un cerrajero.
—Es un intelectual de activa participación en la política de su país. ¿Cómo se vive, en su opinión, el "compromiso" político del escritor en pleno siglo XXI?
—Es un asunto de ética individual, que pertenece a lo que un escritor hace como ciudadano. Las novelas que quieren mejorar la vida de los sindicatos suelen ser pésimas, pero resulta provechoso aclarar y debatir temas desde la prensa. Participo en los debates como lo que soy, un cronista de las ideas que trata de aclararse temas. Más que intervenir en la coyuntura, el cronista interviene en las lecturas por venir: busca que la sinrazón del presente se convierta en el sentido común del futuro. Vivo de la escritura en un país con pocos lectores y millones de analfabetos. Es un privilegio y un enigma social que en ocasiones me lleva a tratar de acercar la discusión política a gente que no pasa por los libros.
—¿A qué autores vuelve una y otra vez, y por qué?
—Vladimir Nabokov, Anton Chejov, Jorge Luis Borges, Raymond Carver, Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Ramón López Velarde, Fernando Pessoa, Juan Rulfo, Franz Kafka. Es imposible resumir en unas palabras el influjo de estas eminencias. He tratado de acercarme a ellos en ensayos —y al poeta López Velarde en mi novela El testigo—. Al abordar esas pasiones siempre me acuerdo de otro favorito, un escritor vencido y entrañable, Francis Scott Fitzgerald: "Solo puedes hablar de lo que más te gusta con la autoridad del fracaso". Es la opinión de un romántico de la era del jazz, que nos autoriza a seguir improvisando.
En la entrada del teatro, Villoro saluda y reparte entradas a los amigos. Muchos llegan tarde, porque el agobiante tránsito del Distrito Federal hoy se engalana con el caos producido por la visita de Soda Stereo. En la obra, cuatro personajes conspiran para desaparecer de sus vidas habituales, e inician otra lejos de lo que hasta entonces creían que eran ellos mismos. La "muerte parcial" del título es la doble vida del corrupto, del marido infiel y, por qué no, la del escritor y sus creaciones. A la salida, el autor espera a sus invitados y, ante las felicitaciones, pide que se les avise a más amigos, siempre con la sonrisa de un chico al que su mejor travesura acaba de salirle bien.