1998 también fue un año interesante y enriquecedor porque empecé a sentir que en la universidad estaba en un entorno que resultaba altamente estimulante en la medida en que a mi alrededor había gente inquieta cuya proximidad incentivaba el desarrollo de las inquietudes que me iban surgiendo y al mismo tiempo me suscitaba otras nuevas.
El año empezó con la compra entusiasta de los Manifiestos nadaístas, cuya lectura fue lo suficientemente decepcionante como para incitarme a no seguir leyendo literatura colombiana contemporánea con la misma vehemencia con la que venía haciéndolo hasta ese momento. Después de año nuevo empecé a leer La montaña mágica, de Thomas Mann, y a pesar de que estaba enganchado no pude acabarla porque cuando iba en la mitad empezaron las clases y no tuve más tiempo para seguir leyendo. Desde entonces tengo con La montaña mágica una deuda que quisiera saldar pero que no sé cuándo podré hacerlo.
Ese semestre no pude seguir evadiendo los cursos teóricos y de literatura clásica porque la consejera del departamento me obligó a matricularme en clases que además de ayudarme a hacerme una idea de los antecedentes de la tradición literaria occidental, me dieran herramientas teóricas para abordar los textos. Fue así como terminé inscrito en Lingüística I, Literatura española I y un seminario del Decamerón. El curso que más me motivaba era uno dedicado a Julio Cortázar, que a pesar de las lecturas que hice resultó siendo una gran decepción.
Los cursos de Literatura española y del Decamerón me sirvieron para sacarme de la cabeza esa idea de que todo lo clásico era aburrido y demasiado sofisticado para mí. Los romanceros españoles, las antologías de Menéndez Pelayo, el Libro de buen amor, La Celestina y las historias picarescas del Decamerón me revelaron que podía sentir los clásicos como algo cercano a mí y que incluso podía divertirme leyéndolos.
Aunque no estaban incluidos en el programa del curso de Cortázar, en esa época leí La prosa del observatorio, La vuelta al día en ochenta mundos y Último round. Para el curso había leído un puñado grande de cuentos de distintas épocas, Rayuela —por fin completa— y alguna otra cosa de Cortázar.
Ese semestre me colé en un curso sobre Borges en el que un profesor de esos que embaucan a sus estudiantes con una retórica llena de fuegos artificiales—y que a mí me deslumbraban en esa época porque la perspectiva desde la que abordaban la literatura no tenía ningún tipo de pretensiones científicas— nos iba sugiriendo lecturas como Fervor de Buenos Aires, El tamaño de mi esperanza, El libro de arena, El informe de Brodie y Las siete noches. Como iba tomando nota de todas las referencias que oía, de rebote terminé leyendo algunas cosas de Macedonio Fernández, de Felisberto Hernández, de Roberto Arlt y de Adolfo Bioy Casares.
Motivado por las inquietudes que me habían surgido tanto en las clases como en mis interminables conversaciones de cafetería, durante las vacaciones de mitad de año de 1998 leí tres libros que se volvieron fundamentales para mí:
- El árbol de la ciencia, de Pío Baroja
- Niebla, de Miguel de Unamuno
- Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carrol
Durante esas mismas vacaciones decidí leer la Ilíada y aunque no me gustó me obligué a leerla hasta el final porque ahora que me había reconciliado con los clásicos el sólo hecho de pensar en abandonarla me hacía sentir mediocre y culpable. Yo seguía queriendo leerlo todo y me frustraba que un libro me quedara grande o ser incapaz de conectar con él. Afortunadamente un par de años después me quitaría este complejo y empezaría a atreverme a dejar tirado todo libro que no me sintiera a gusto leyendo.