lunes, 26 de febrero de 2007

con el radar prendido

Siempre he sentido la necesidad de estar al día en los temas que me gustan o que me parecen interesantes. Por eso normalmente busco estar al tanto de las cosas que pasan en relación con esos temas y de la manera como evolucionan. Al fin y al cabo no hay mejor manera de cultivar los gustos, los intereses y la conversación del día a día. Por ejemplo, desde que empecé a leer para mí empezó a ser particularmente importante estar al día en el campo de la literatura contemporánea.


La necedad de los extremos


Mientras la mayoría de mis profesoras de Literatura predicaban el sofisma de que el mejor parámetro para evaluar la calidad de una obra literaria era el paso del tiempo y de que por lo tanto sólo valía la pena leer lo que sobreviviera a éste, yo hacía todo lo posible por familiarizarme con los autores y libros que se estaban publicando en ese momento y por leer al menos una pequeña parte de las obras publicadas recientemente a las que pudiera acceder a través de amigos, de las librerías y bibliotecas de Bogotá o de Internet. Me interesaba saber sobre cuáles temas y de qué manera se estaba escribiendo en ese momento pero como las clases de la universidad se enfocaban sobre todo en la lectura de lo que Harold Bloom llamó ‘el canon occidental’, terminé peleándome con esa academia cuya incapacidad de valorar lo que estaba por fuera de éste demostraba su carácter retrógrado y reaccionario. Y de paso con el canon mismo.

A raíz de mi entrada a la carrera de Literatura no sólo había dejado de darme pereza leer a Sófocles, la Odisea, los romances medievales españoles, La Celestina, el Quijote, a Calderón de la Barca, a Quevedo, a Shakespeare o a Goethe, sino que también había conocido a Eurípides, a Quevedo, a Lawrence Sterne, a Defoe, a Balzac, a Chejov, a Flaubert, a Maupassant, a Zola, a Oscar Wilde, a Thomas Mann, a Carson McCullers, a Carver y a muchos otros de mis autores favoritos. Si durante mis primeros semestres había alternado la lectura de los clásicos con la búsqueda de nuevos autores, cuando me faltaba poco para terminar la universidad estaba hastiado de que en la carrera no se reconociera el valor de lo que se estaba publicando hoy en día y decidí dedicarme de lleno a leer literatura contemporánea. Digamos que en su momento esta reacción inmadura y necia que ahora me parece tan obtusa, insensata e inaceptable como la de algunas de mis profesoras me permitió no sólo reafirmar mis gustos e intereses, sino también ir definiendo un perfil profesional propio —por no hablar de satisfacer la necesidad de llenar un vacío que había dejado mi formación en uno de los campos que más me interesaba—.


Al final siempre queda algo


A pesar de que en mi afán por expresar mi rechazo frente al espíritu retrógrado de algunas de mis profesoras llegué a caer en el juego de dejarme seducir por la novedad y de cerrarme a autores y libros cuyo valor igual me parecía incuestionable, creo que haber asumido una posición necia y contestataria valió la pena por el simple hecho de haber conocido a autores fundamentales para mí como Roberto Bolaño, Roddy Doyle, Rubem Fonseca, Tom Wolfe, Norman Mailer, Julian Barnes, Martin Amis, Michel Houellebecq, Enrique Serrano, Alessandro Baricco, Richard Ford, John Cheever, Antonio Tabucchi, Antonio Muñoz Molina, Edwidge Danticat, Don DeLillo, Juan Villoro, Charles D’Ambrosio, Jorge Volpi y Enrique Vila-Matas.

La lectura de un libro satisface el gusto y el interés que éste suscita de la misma manera que leer lo que se está publicando en un momento dado permite entender no sólo las preocupaciones o los intereses de los autores y de la industria editorial de una época, sino también distintos aspectos del espíritu de ésta.

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